domingo, 21 de marzo de 2010

Diana sonríe. El alcohol ha encendido sus mejillas, la noche va bien y nuestra conversación va mejor. De pronto, recuerda:

--Pues ahora que hablamos de esto, me estoy acordando Nachito...--
De pronto una risa tonta interrumpió su voz jovial, ¿o era el alcohol el que reía por ella?.


-- En uno de esos intermedios entre clases que eran tan aburridos.--
Y acto seguido hizo una lograda caracterización apollando su faz apesadumbrada en su mano.

-- Que colocabas las manos en la mesa y tocabas como si de un piano se tratara.--
Y prosiguió con la consecuente caracterización que rozaba lo burlesco.

--Me encantaría aprender-- apostilló también en algún momento de aquella noche confusa con un brillo en sus ojos pardos.

Lo que no sabe Diana es que, a cada palabra, las conversaciones de aquella noche fueron abriendo una por una un montón de puertas delante de las cuales yo había pasado ignorante de su presencia. Como un largo pasillo lleno de disimuladas, sí sí, esas puertas del sigo XVIII sobre las que se extendía el lienzo que ocupaba toda la pared.

Son puertas para las que había perdido la llave en las cloacas abismales del olvido, pero cuyo interior se mantenía intacto por la buena fe de mis entrañas neuronales.

Ahora, por alguna extraña suerte de destino, guardo buen recuerdo de mi infancia. Es un recuerdo distorsionado, falaz en gran medida; y estoy siendo injusto con mi pasado, pero quiero que mi pasado sea justo conmigo, y es con el recuerdo con el que me quedo.

Paco Viruta 1999, tardes soleadas con sabor a bollycao.

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