Contaba Coelho que cuando se dirigía en coche con su mujer hacia la fiesta que habían organizado por su quincuagésimo cumpleaños hablando de todo un poco de pronto este personaje confesó:
.— Y sin embargo, me sigo sintiendo solo.
Su mujer dio un frenazo en seco y le espetó:
.— ¿¿Pero es que no has entendido nada??.
Y evidentemente no, no había entendido nada. Coelho, un hombre que había tenido un vida muy intensa entre sus años hippies y su fulgurante éxito como escritor, profundo conocedor de la literatura portuguesa e hispana e iniciado en la mitología oriental, seguía sin entender el fenómenos más inherente a la vida humana: La soledad para con uno mismo.
Su mujer acto seguido le dio un pregón sobre la espiritualidad existente en el contacto humano y del egoísmo que lleva implícito no sentirse realizado al relacionarnos con nuestros semejantes. Para muchos toda esta berborrea les puede resultar satisfactoria e incluso cierta, pero saltándome esta perspectiva espiritista yo quiero abordar la terrible verdad de la que partíamos.
Estamos solos. Y es una soledad que puede llegar a resultar completamente insoportable, como en esos días en los que alguna ocurrencia resuena en tu cabeza y vuelve una y otra vez como un disco rayado, como un eco que no para de reverberar. Y estás harto de tí mismo, pero es que en tí mismo no hay nada más que eso, que "tú mismo", y no hay sucedáneo posible.
Y muchos creen que tratando de refugiarse en los brazos del prójimo esta sensación se va como si nada, pero todo es en vano. Cuando tu vida camina junto a la de otra persona tarde o temprano caes en la franca realidad de que sigues con ese vacío en tu fuero interno, ese vacío que tanto te gustaría rellenar con lo que fuera. Hastiado del "Tú, tú, tú" constante que comporta la vida en un constante devenir de decisiones por tomar.
Quizá... sí. Quizá sean esas conversaciones sobre la ironía de la vida las que nos distraen de nosotros mismos, las que ventilan nuestra conciencia.
Por eso, antes ciego que sordo.
grande Coelho!
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