Eres un resentido, me dijo como si tal cosa.
La noche extendía su manto por el cielo del Abadengo. Las farolas de triste tono anaranjado nos impedían disfrutar del firmamento. La bancada se extendía por toda la plaza mayor pero estábamos prácticamente solos.
Sí, soy un resentido, le contesté de forma natural. Ella escuchaba mientras tenía la mirada perdida en el otro lado de la plaza, y no éramos muy conscientes de nada porque la ginebra no perdona, pero aunque no me encontraba en plenas facultades de algún modo estaba convencido de que ella había dado en la verdad de lleno y me había definido con una rapidez pasmosa. No sé si es que mi subconsciente ya pensaba eso, pero ante tal afirmación no tuve más remedio que arrodillarme. He estado dándole vueltas a ésto durante meses y nunca lo había barajado, mientras que ella con un par de conversaciones lo ha entendido desde el principio.
Hubieran bastado mi gabardina negra y dos cigarros para terminar de convertir aquella escena en algo muy simbólico para mí, pero como no fue de tal modo se me olvidará como me pasa con todos los recuerdos bañados en el funesto Larios. Eso sí, es curioso cómo, a diferencia de otros fenómenos psicológicos como los celos, la envidia, la impotencia, la indignación o la ira; el resentimiento escapa de mi control y rige mi vida, mis reflexiones y mis motivaciones con total libertad.
Necesito terapia.
Necesito control.
No le creas tanto. Puede ser que la descontrolada sea ella y no vos. El resentimiento es como la locura: depende del éxito para pasar a ser una genialidad.
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